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La forma permanece la estructura
cambia / el sentido
es en sentido figurado.

En efecto, el artículo 32 de nuestro Código Federal de Instituciones y Procedimientos Electorales explica que al partido político que no obtenga por lo menos el 2% de la votación en alguna de las elecciones federales ordinarias perderá su registro dentro del sistema institucional electoral, como le ocurrió en el 2009 al efímero Partido Socialdemócrata (de México) al recibir sólo un 1.03% de la votación de julio de ese mismo año. Quiere decir que hoy, en caso de que todo del padrón electoral saliera a ejercer su derecho al voto, si algún partido político recibiera en elecciones menos de aproximadamente dieciséis y medio millones de votos, perdería su registro.

También es cierto que los resultados electorales inciden en el prorrateo –menos pro que rateo- del monto total que deberá distribuirse entre los partidos para actividades ordinarias, es decir, para mantenerlo. Esto es al margen de otras asignaciones económicas como las que corresponden a las campañas electorales y las actividades específicas de beneficio público, como pueden ser la edición de libros, algún programa educativo, et caetera. Concretamente, es el artículo 78 del código del que hablaba antes quien arbitra en este punto la asignación de presupuesto a los partidos. La mecánica es la siguiente. El 100% del presupuesto se obtiene multiplicando el total del padrón electoral por el 65% del salario mínimo vigente en Distrito Federal. De ahí, el 30% se distribuye igualitariamente entre los partidos con presencia en el Congreso de la Unión. El 70% restante se reparte según el porcentaje de diputados que cada partido tenga en el congreso, es decir, como causa de nuestro voto en las elecciones para diputados.

Lo anterior quiere decir que, fundamentalmente, la permanencia de un partido político depende en gran medida del ejercicio electoral de todos nosotros, los ciudadanos. Lo cual obliga a pensar que los criterios que se juegan al salir a votar debieran tener una dimensión necesariamente estratégica, y la tienen. En el 2009 José Luis Crespo señaló en un artículo publicado en la revista NEXOS que el anulismo aumentó la participación electoral en un 3%, lo que indica que un grupo correspondiente a éste número porcentual pasó del abstencionismo al anulismo, es decir, de no ejercer su derecho al voto a su ejercicio consciente. En el periodo posterior a las elecciones de ese mismo año, el Gabinete de Comunicación Estratégica señaló que el 90% de los votos anulados se realizaron de manera deliberada, no accidental, y sin embargo el cien por ciento de votos anulados en 2009 representaron sólo el 2% del total de votaciones.

Si atendemos lo que tiene que ver con la ley encargada de sancionar la existencia de los partidos políticos, la diferencia entre el anulismo y el abstencionismo puede resultar indistinta: al final el conjunto de aquellos votos claramente emitidos en favor de uno u otro partido representaran el total definitorio de unas elecciones, por constituir el 100% efectivo. Por lo demás, ni tanto el que se abstiene como el que anula su voto en la elección de diputados define la cantidad de funcionarios elegidos de cualquier partido, y por consiguiente, tampoco define la asignación presupuestaria anual para cada una de estas asociaciones políticas. Sin embargo, ¿la única diferencia entre el anulismo y el abstencionismo es más bien una abstracción política que otra cosa? El primero, a diferencia del segundo, es, sin lugar a dudas, una forma democrática de manifestar la inconformidad ante, por ejemplo, una mala administración política, expresada mediante recursos electorales. La segunda (el abstencionismo) puede obedecer a muchas razones, pero considero incuestionable que su "ejercicio" se mantiene al margen de las formas democráticas y efectivas del desencanto popular.

Quede lo dicho a consideración suya, y tenga en mente las humildes noticias que de mí recibe cuando vote.

Con afecto,


Tewfiq de Quevedo